El 18 de Julio de 1936 un grupo de militares fascistas se rebelaron
contra la legalidad republicana. Se veía que aquello de la democracia no
les iba, les gustaba más que España quedase convertida en una dictadura
militar con la Iglesia como referente principal. Aquella República, que
representó el gran intento de modernidad de un país aquejado de un
retraso continuo respecto a sus vecinos europeos, se enfrentó a muchos
problemas, a las llamadas “fuerzas vivas” que conspiraban para acabar
con ella y recuperar sus sucios privilegios. Gracias a los militarotes,
tendrían la oportunidad de volver a mandar.
Aquel intento de golpe de estado llevó al país a una sangrienta guerra, prólogo de lo que sería la Segunda Guerra Mundial. Combatieron por la República luchadores por la libertad procedentes de todo el mundo, mientras que con los que se autodenominaron “Nacionales” peleaban fascistas italianos y nazis alemanes. La primera factura que pasó Franco para hacerse con el poder fue gravosa: cientos de miles de muertos, cientos de miles de exiliados, un país arrasado y condenado a la oscuridad y el atraso. El caudillo se hacía con el poder manchado de sangre. No sería la última vez.
Los años de la posguerra fueron especialmente oscuros. Las muertes de presos, “paseados” y arrojados a las cunetas, fueron tónica general. El presidio era habitual para cualquiera que hubiese luchado por la libertad y la democracia. Aún hoy quedan miles de personas desparecidas, sin el derecho a ser rehabilitadas por una ley de Memoria Histórica de la cual los herederos del Franquismo se cachondean porque incumplirla no tiene consecuencias.
Ya entrados en los setenta, cuando el dictador empezaba a estar senil y olía a cadáver, no podía evitar sin embargo sus impulsos asesinos. Los cinco fusilados hace hoy 40 años produjeron oleadas de protestas dentro y fuera del país. El régimen, que trataba de labrarse una imagen internacional benévola, se defendió como de costumbre: manifestación en la Plaza de Oriente y un dictador moribundo volviendo a sus obsesiones y sus contubernios judeo-masónicos comunistas. Una imagen patética, digna de ser la última aparición de un criminal que, dos meses después, moría tranquilamente en su cama.
Aquel intento de golpe de estado llevó al país a una sangrienta guerra, prólogo de lo que sería la Segunda Guerra Mundial. Combatieron por la República luchadores por la libertad procedentes de todo el mundo, mientras que con los que se autodenominaron “Nacionales” peleaban fascistas italianos y nazis alemanes. La primera factura que pasó Franco para hacerse con el poder fue gravosa: cientos de miles de muertos, cientos de miles de exiliados, un país arrasado y condenado a la oscuridad y el atraso. El caudillo se hacía con el poder manchado de sangre. No sería la última vez.
Los años de la posguerra fueron especialmente oscuros. Las muertes de presos, “paseados” y arrojados a las cunetas, fueron tónica general. El presidio era habitual para cualquiera que hubiese luchado por la libertad y la democracia. Aún hoy quedan miles de personas desparecidas, sin el derecho a ser rehabilitadas por una ley de Memoria Histórica de la cual los herederos del Franquismo se cachondean porque incumplirla no tiene consecuencias.
Ya entrados en los setenta, cuando el dictador empezaba a estar senil y olía a cadáver, no podía evitar sin embargo sus impulsos asesinos. Los cinco fusilados hace hoy 40 años produjeron oleadas de protestas dentro y fuera del país. El régimen, que trataba de labrarse una imagen internacional benévola, se defendió como de costumbre: manifestación en la Plaza de Oriente y un dictador moribundo volviendo a sus obsesiones y sus contubernios judeo-masónicos comunistas. Una imagen patética, digna de ser la última aparición de un criminal que, dos meses después, moría tranquilamente en su cama.